domingo, 2 de febrero de 2014

Estar


Viajar por carretera desde Asturias hasta aquí (Logroño) conlleva atravesar muchos túneles. Algunos son largos, y la mirada se acostumbra a ellos, llega a resultar cómodo... El momento de acercase al final del túnel y vislumbrar la luz es confuso, porque te anticipas al encuentro con la claridad y el paisaje que está por llegar; mientras tanto, tu presente, en gran medida, es transitar la oscuridad y convivir con la estrechez del túnel.

La luz que emite el coche es escasa comparada con la del sol, cuyo resplandor intuyes… y, de repente, la familiaridad del túnel se convierte en extrañeza, hay un gran contraste entre lo que presientes cerca y lo que vives en ese momento, resulta difícil asumir la inmediatez del cambio. También es apasionante percibir lo que llega, una realidad más luminosa y rica para los sentidos.

Pero el momento es éste: hemos vislumbrado un mundo luminoso y, sin embargo, convivimos con enfermedad, muerte, competitividad, etc., aristas que nos rodean y que nosotros mismos portamos. Transitamos el túnel hace mucho tiempo, muchas generaciones, como topos adaptados a ese medio ambiente. Sin embargo, cuando una parte de nosotras ya ha experimentado el exterior del túnel (la expansión de conciencia, la luz solar, los sentidos abiertos…), se produce una tensión entre la inercia de identificarme con la oscuridad y sus parámetros sociales, y lo que está al otro lado del túnel.

Al meditar me conecto con ese otro lado, me empapo en una luz que me gustaría materializar para que ese estado de conciencia fuese una constante en mi vida y entorno. Esta es la paradoja, conjugar una visión muy larga que me proyecta hacia el paisaje y otra muy corta que me atrapa en el túnel.



Existe otro tipo de luz, que no es la del sol ni la de los faros del coche... Es brillante e incolora, sin atributos: la energía primordial que disuelve cuanto existe. Disuelve al conductor, la ventanilla, el volante, las paredes del túnel… y no sólo disuelve eso, que es lo que nos entorpece, también disuelve el sol y el paisaje externo, luminoso, alegre y expansivo.

Curiosamente, para transitar armoniosamente de la oscuridad a la luz, necesitamos ser ecuánimes; no preferir aquello que nos expande, ni tampoco agarrarnos o rechazar lo oscuro que nos rodea y nos resulta tan cómodo o incómodo dependiendo del momento.

Ese tránsito es inevitable, forma parte de la evolución de la vida. El coche está en marcha y la luz está a la vista. Necesitamos dar por hecho que vamos a llegar. Pero podemos disfrutar del viaje. O no.



Sopesando nuestros viajes, tanto interiores como exteriores, podemos ver que el momento de alcanzar la meta no importaba tanto como creíamos. Sí importaba el camino hasta llegar allí. En realidad, era eso lo interesante. Siendo nuestra naturaleza humana efímera, el cambiar nos realiza, nuestra condición no es llegar sino transitar. Lo interesante no es cuándo cambiará el paisaje (que sin duda lo hará), sino qué tipo de viaje hacemos. Importa ser felices en ese tránsito.

Para la felicidad, hemos de entregarnos a la energía primordial. De esta entrega nace la serenidad para avanzar sin que nos preocupe llegar o no llegar a la meta. También la ecuanimidad: cuanto existe es divino, tanto lo oscuro como lo luminoso. Vamos hacia la luz, y eso nos hace evolucionar, pero es igualmente sagrada la oscuridad con la que llevamos toda la vida conviviendo, y generaciones como especie; de hecho, es el punto de apoyo para crecer hacia otro estado. Aceptemos por igual lo uno y lo otro.

Esa ecuanimidad es fundamental para un viaje cómodo, aceptar que en algunos momentos vibramos más en lo que está por llegar, y en otros momento más en la opresión del túnel. Estas dos cosas son pura vida, y el hecho de que vayamos hacia la luz no implica que debamos condenar la oscuridad. Mientras no presentíamos la luz, apreciábamos la oscuridad. Lo que hoy percibimos como doloroso, unas generaciones atrás no lo era. Actualmente una guerra en nuestro entorno sería algo espantoso, pero hace algún tiempo era una forma de vida; tan normal como es para nosotras la expectativa de vivir ochenta años, lo era morir con treinta en el campo de batalla. En su momento esto fue perfecto para la evolución, y necesitamos sentir respeto y honra hacia lo que ha sucedido y sucede, no condenarlo.

Nos proporciona la ecuanimidad ese brillo original, que no tiene atributos, sino que precisamente es capaz de abrazar todo porque no es nada. Esa energía, ese brillo, necesita no ser nada para penetrar en todo… ante cualquier cosa que existe funciona como espejo, sin reacción alguna más que la de otorgar conciencia a ese algo. Es energía básica, esencial, divinidad en estado puro. Una vez emplazados ahí, nos disolvemos, porque no encontramos respuesta en nada alrededor, y eso nos permite traspasar el vidrio del coche, las paredes del túnel y el sol ahí arriba, la tierra abajo, y viajar más allá de todo eso, estar. Estamos en una esfera brillante, es el germen de nuestra divinidad, y ahí dentro está lo que existe y lo que no existe, y lo que existirá y lo que existió, en un abrazo total.

Desde ese estado de conciencia, la experiencia mundana se afronta con el ánimo de amar cuanto existe, y esta es la clave para un buen tránsito. Amamos aquello que presentimos más allá y lo que nos rodea. Amamos lo momentos meditativos en los que el mundo es iluminado, aunque sea un jardín interior que se va reflejando paulatinamente en el exterior; pero también la avenida contaminada y ruidosa que nos suele rodear y que somos nosotros mismos también en nuestros cabreos, envidias, complejos... Cuando implantamos la esfera de divinidad, existe amor hacia todo. No se trata de complacencia, sino de percibir la unidad. Todo es uno y tú eres todo. Asumes la hermandad. A tu hermano no siempre le acaricias; a veces te separas y otras te acercas, pero tu hermano eres tú, es ese tipo de familiaridad, esa fusión. Esto es lo que importa para el viaje. Para que el paso de unos estados de conciencia a otros sea grato. Y, sobre todo, para que la vida tenga un sentido.

Desde esa esfera está bien la oscuridad, sentir celos y rabia, sentirte atascado en lo de siempre. Si aceptas el túnel, la oscuridad tiene sentido, te estás apoyando en esa oscuridad para avanzar hacia el final del túnel. El estar en lo oscuro y sentir cosas feas tiene el sentido de poder transformarlas, y ese es un servicio apasionante hacia la vida. Tengo que aceptar la parte dura y agradecerla también porque es mi apoyo. La más intensa oscuridad está en el contacto de las ruedas del coche contra la carretera, y ese es el apoyo para avanzar, ahí se genera la pasión por la evolución y el cambio. El rozamiento contra la carretera irrita y cansa, pero hay una parte de nosotros que sabe que eso tiene sentido, cultivemos esa percepción. Este es el sentido.